La tormenta del alma

Retrepado junto a la chimenea, el primer día de febrero, acosaba y escudriñaba por quincuagésima vez mi ejemplar favorito de Edgar Allan Poe, “El gato negro”, cuando un cuervo del color de la noche comenzó a perforar mi curiosidad con su pico sobre el cristal de la ventana.
¿Qué buscaba?  ¿Qué querría?  Mi cabeza se acercaba a mis hombros, mientras mis ojos apenas podían otear por encima del libro. Una vez, y otra, y volvía a picar con la insistencia de las olas sobre el rompiente.
Me negaba a moverme del sofá, junto al fuego, con la única claridad intermitente de la tormenta, con la perseverancia del maldito cuervo que no cegaba en su intento de entrar en la habitación.
¿Por qué? ¿De dónde procedía ese deseo? ¿Acaso vendría a por mi alma? ¡la muerte!
Entonces sentí el alivio del ejecutado, mi pena había llegado a su fin.
Con la poca voluntad que en mi cuerpo se albergaba tomé el camino hacía ventana, la abrí de par en par dejando que el viento y la tormenta poseyerán toda la habitación y me arrodillé ante el mensajero del infierno para mirarle a los ojos por última vez.

-¡Recadero del infierno!  ¡Heraldo del infortunio!  ¿Qué diablos tienes para mí?
-Amigo-dijo el cuervo- vengo del texto de abajo, “Negación”,  ¿tienes un poco de sal?

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El Jes Extender es el opio del pueblo.
Al salir cierra la puerta que se escapa el gato.

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